lunes, 6 de octubre de 2014

Los panegiristas que valoran “grandes cambios en el protocolo de la Casa Real”, destacan cuestiones irrelevantes con respecto a lo substancial de esta institución que existe al margen de la voluntad de los ciudadanos, dueños de la soberanía nacional


Siempre me han parecido peor los panegiristas de la monarquía que la propia y anacrónica institución. La monarquía es la que es, la de siempre, la que no ha sido elegida por los ciudadanos y que ha de sobresalir, aparentando no hacerlo. Es demasiado tópico decir que la única modernización posible es la República. Pero no hay otra. Cambiar el turno de un almuerzo, acariciar a un niño en un colegio, ir o dejar de ir a misa o invitar, subrayando su condición, a unas personas de una u otra condición social a una recepción no altera nada substancial. Nada.

Más de una vez me he referido aquí al  “imaginario monárquico”, que es una construcción intelectual, consistente en introducir en la mente de las gentes el concepto de que la monarquía es una institución natural, que por tanto debe ser aceptada como tal con “naturalidad”. Reyes y príncipes siempre han estado ahí, formando parte de nuestras vidas y, además, están imbuidos no ya del origen divino que los consagra, sino de todas las cualidades que consideramos excelentes: el Rey es sabio, prudente, valeroso, etc. Ahora es sencillo y cercano. No creo que más que el golferas simpático precedente que ha sido elevado al inexistente cargo de “Rey honorífico”.

El filósofo y profesor José Rodríguez García se pregunta cómo los mortales normales podemos aceptar como cosa natural que existan instituciones que perviven –aunque cada vez menos- cuya función real es no hacer nada o simplemente existir. “Plantear en qué medida y a través de qué procedimiento el rey sigue siendo ungido por la divinidad –escribe Rodríguez- puede parecer cuestión anacrónica”. Pero no en el caso de España: Juan Carlos fue nombrado rey por decisión personal de un general que era jefe del Estado y Caudillo de España por la Gracia de Dios y sólo responsable ante Dios y ante la historia. O sea, que no cabe duda. El sucesor del heredero sigue la senda.

¿Qué más modernidad se puede pedir si se casa con una agnóstica, republicana de origen, partidaria del aborto y con la necesaria experiencia y contraste?

¿Cómo conservar o mantener en su sucesor la unción divina? Pues para eso están los medios que retratan, relatan y cuentan las acciones extraordinarias que en su vida cotidiana realizan los reyes. Es ahí donde se construye el “imaginario monárquico”. A la gente le basta con descubrir que el monarca o su prole habitan en palacios estimables, que festejan convenientemente, que van de aquí para allá. La propiedad de la dinastía se refleja en la brillantez del papel cuché que es signo conclusivo del favor divino.

Y luego están los panegiristas que examinan, valoran, cuentan y destacan “grandes cambios en el protocolo de la Casa Real”, poniendo el acento en cuestiones propiamente irrelevantes con respecto lo substancial de esta institución, es decir, que sigue existiendo al margen de la voluntad de los ciudadanos, teóricamente dueños residentes de la soberanía nacional.