El conde de Barcelona reclamaba un estatuto como jefe de la Casa de
Borbón y culpó a Suárez de negarle los honores que muerto le otorgan como Juan
III
Una de tantas paradojas como
presenta la historia de la Monarquía en España ha pasado desapercibida para
muchos, salvo casos contados, como algunos biógrafos de personajes de la
familia real o su entorno. Al asunto se alude de pasada en una de las
biografías del Conde de Latores, Sabino Fernández Campo, que fue durante muchos
años, primero secretario y más tarde jefe de la Casa Real. En ese sentido, se
sabe que don Juan pretendía, al renunciar a sus derechos históricos en la persona
de su hijo, el heredero del general Franco como sucesor a título de rey, que se
le otorgara un determinado Estatuto,
que supondría no sólo seguir reconociéndolo como jefe de la familia, sino
recibir honores y tratamiento de “Rey”.
Pero tuvo que conformarse con el título que ya ostentaba y la jefatura o gran
maestre de las cuatro grandes órdenes
militares.
Se aventura que otros relevantes
personajes como el profesor Antonio Fontán, consejero de don Juan, lo sabían
por su proximidad al frustrado pretendiente al trono de España. No fue el único
desaire o decepción sufridos por el padre del ex Rey, quien ahora ostenta los
honores y tratamiento que negó a su padre, si bien éste culpó siempre a Adolfo
Suárez y se mostró contrariado cuando se le hizo duque.
Otro de los que estaba en estos
secretos era el ex ministro de Franco y consejero de don Juan Pedro Sainz Rodríguez,
quien, antes de fallecer ambo, sostuvo siete largas conversaciones con el conde
de Barcelona, plasmadas en el libro “Un
reinado en la sombra”. Además de la bofetada que supuso para el padre de
Juan Carlos I que éste nombrara “Príncipe
de Asturias” a su hijo menor Felipe, cuando el depositario de los derechos
históricos de la dinastía no había renunciado a ellos, el padre del Rey recibió
otros dos agravios.
Primero, no logró que el retorno
de los restos de Alfonso XIII, pese a su aparatosidad, se llevara a cabo a su
gusto. Además de devolverlo a España en un buque de guerra por Cartagena, de
donde partiera al exilio, pretendía que los restos del monarca fueran expuestos
en el Palacio Real para que recibiera el homenaje de los Grandes de España, la
nobleza, las autoridades de la nación y el pueblo, antes de ser conducido a El
Escorial. No se hizo así, sino que el traslado por etapas fue una sucesión de
homenajes de los tres ejércitos.
El Gobierno de la época era
consciente de que excederse en los honores a un rey perjuro, que había sido
declarado “traidor” y privado de la paz civil por las Cortes de la República,
además de gestor de la ayuda de Mussolini a Franco podría reabrir viejas
heridas y provocar rechazo y controversia.
Pero el golpe definitivo fue el
modo en que tuvo que trasmitir los derechos históricos a Juan Carlos I.
Amargamente se quejó a Sainz Rodríguez de que pretendían que lo hiciera por
carta, y menos mal que se armó un acto casi familiar en la residencia de su
hijo en la Zarzuela el 14 de mayo de 1977. Don Juan querría que la ceremonia se
celebra en el Palacio Real, ante el Gobierno y los estamentos de la nación,
representaciones de la nobleza incluidas.
Ahora, el Real Decreto 470/2014,
de 13 de junio, por el que se modifica el Real Decreto 1368/1987, de 6 de
noviembre, sobre régimen de títulos, tratamientos y honores de la Familia Real
y de los Regentes, estable que Juan Carlos de Borbón continuará vitaliciamente
en el uso con carácter honorífico del título de Rey, con tratamiento de
Majestad y honores análogos a los establecidos para el Heredero de la Corona,
Príncipe o Princesa de Asturias. Sofía de Grecia recibirá equivalente tratamiento
como reina.
Pero lo más curioso es lo de don
Juan. Ahora resulta que fue Juan III. Lo cual no deja de ser particularmente
insólito al ser un rey que nunca existió. Pero el numeral III ya lo lleva un
rey carlista, y en vida del conde de Barcelona fue aceptado como rey por una
parte de la Comunión Tradicionalista, entendiendo que en su persona convergían
las dos vías y se clausuraba el pleito dinástico que proporcionó a los
españoles tres guerras civiles. Todo ello hace todavía más curiosa esta interminable
historia de reyes duplicados.
Desde el día en que fue allí
depositado, el ataúd con los restos del Conde de Barcelona aguarda en el
llamado “Pudridero” (la cámara donde se espera que los restos de los reyes y
sus consortes se degraden para ser conducidos a los cofres del panteón de El
Escorial) a que el cadáver permita encerrarlo en el lugar que tiene destinado
en el Panteón de Reyes. Los monjes agustinos de la comunidad revisan de vez en
cuando cómo va el proceso. En una de las últimas comprobaciones se advirtió que
el cadáver apenas había experimentado cambios, debido al excelente estado de
embalsamamiento. Por ello fue preciso abrir unos agujeros en el ataúd y
rodearlo de un producto químico para ayudar a la naturaleza. Es como si el
ahora llamado “Juan III” se resistiera a desaparecer de la historia, para ser
definitivamente encerrado en uno de los dos cofres vacíos (los dos últimos que
quedan libres) en el panteón real, justo encima de la puerta de entrada.
No fue considerado ni tratado
como rey en vida, lo es después de muerto. Su hijo ha tenido mejor suerte: fue
elegido como heredero por el fundador de una nueva monarquía, quien dejó claro
que la que él instauraba “no debe nada al pasado” (Franco dixit), y ahora al
abdicar en su heredero conserva el título que le otorgó la Ley de Sucesión a la
Jefatura del Estado del Caudillo Francisco Franco Bahamonde.
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