Siempre he sentido gran respeto y
admiración por los por los profesionales del Protocolo que conozco, en todo el
mundo, por cierto, desde Buenos Aires a Roma, por ser personas de especial
sensibilidad, sentido de la perfección y prudencia. Diría que poseen una
especie de ADN social común. Como repetidamente he contado, yo no soy un profesional
del Protocolo, sino del periodismo y la docencia, y mi aproximación a este
mundo ha sido académica e investigadora, a partir de mis responsabilidades en
el ámbito de la comunicación institucional. Ello generó mi vinculación extensa
y creciente, por un lado, con la Organización Internacional de Ceremonial y
Protocolo; así como a la investigación, las publicaciones y la formación
universitaria superior (posgrados y cursos de especialización) en Universidades
de España y América hispana, a las que estoy vinculado desde hace tiempo.
La profesión de Protocolo o los
profesionales del Protocolo son una realidad solvente, presente, conocida,
ejerciente y visible. Y esos profesionales lo son, no por poseer una patente
administrativo-académica, sino per se, porque lo confirman cada día con sus
actos, con independencia de la formación de origen que es variada: desde La
autodidacta a la reglada.Hace unos días, leí con estupor que alguien escribía que, “a partir de ahora se va a configurar la verdadera profesión del protocolo”. O sea, que aplicando la teoría de los contrarios, podemos deducir que, si a partir de ahora se va a forjar la profesión verdadera, es que la actual profesión es falsa, inexistente, quebrada, espejismo o algo peor. Claro que hay que ver la segunda parte, la verdadera profesión se va a articular, a partir de una condición habilitante; esto es, la patente, divisa, carné o santificación que expide, entre otros, naturalmente, el autor de tal aserto.
Desde el punto de vista del
marketing, que uno quiera vender su producto es legítimo y no menos el uso de
técnicas publicitarias para captar clientes, sobre todo, porque en nuestra
cultura se admite la exageración publicitaria.
Pero, ¿qué pasa con los
verdaderos profesionales del Protocolo que ya lo son y no sólo no precisan
grado alguno para serlo, sino que incluso se formaron por otras vías en las que
incluso participó –y participa- el mismo que ahora los reduce a una condición
de no existentes? La cosa está clara: para confirmarse, para ser ungidos, lo
tienen fácil: compren la patente. Las publicidades, y a ella me remito, lo
ponen fácil: pasarelas, convalidaciones, cursos express, lo de los niveles requeridos para poder un
nivel universitario se solventa dentro, del lote, y en un pis pas, ya está,
convertido, graduado, profesional real. Pero la sobreoferta tiene el riesgo de
devaluar por exceso el producto principal, la nueva carrera a la que tantos han
optado ilusionadamente.Pero me temo que la realidad es contumaz: con el Protocolo pasará –y pasa- lo mismo que con el Periodismo y las Relaciones Públicas, aunque lo ideal es que con tiempo se extienda de manera generalizada la formación académica superior (específica, es decir, a través de una carrera matriz; y derivada, esto es, otra carrera y formación complementaria de posgrado o especialización). Los que ya poseen o van a poseer el grado de Protocolo tienen que procurar ser los mejores, y es aconsejable que se convenzan de una vez, que del mismo modo, sin duda, que ellos podrían –si cuentan con los recursos adecuados- optar a determinados empleos en el mundo de la comunicación, en el suyo específico tendrán que competir con los egresados de otras carreras bien con perfiles específicos (los graduados en Relaciones Públicas) o de cualquier otro tipo con un pos grado, propio u oficial, por una universidad solvente.
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