Siempre me han parecido peor los
panegiristas de la monarquía que la propia y anacrónica institución. La
monarquía es la que es, la de siempre, la que no ha sido elegida por los
ciudadanos y que ha de sobresalir, aparentando no hacerlo. Es demasiado tópico
decir que la única modernización posible es la República. Pero no hay otra.
Cambiar el turno de un almuerzo, acariciar a un niño en un colegio, ir o dejar
de ir a misa o invitar, subrayando su condición, a unas personas de una u otra
condición social a una recepción no altera nada substancial. Nada.
Más de una vez me he referido
aquí al “imaginario monárquico”, que es
una construcción intelectual, consistente en introducir en la mente de las
gentes el concepto de que la monarquía es una institución natural, que por
tanto debe ser aceptada como tal con “naturalidad”. Reyes y príncipes siempre
han estado ahí, formando parte de nuestras vidas y, además, están imbuidos no
ya del origen divino que los consagra, sino de todas las cualidades que
consideramos excelentes: el Rey es sabio, prudente, valeroso, etc. Ahora es
sencillo y cercano. No creo que más que el golferas simpático precedente que ha
sido elevado al inexistente cargo de “Rey honorífico”.
El filósofo y profesor José Rodríguez
García se pregunta cómo los mortales normales podemos aceptar como cosa natural
que existan instituciones que perviven –aunque cada vez menos- cuya función
real es no hacer nada o simplemente existir. “Plantear en qué medida y a través
de qué procedimiento el rey sigue siendo ungido por la divinidad –escribe
Rodríguez- puede parecer cuestión anacrónica”. Pero no en el caso de España:
Juan Carlos fue nombrado rey por decisión personal de un general que era jefe
del Estado y Caudillo de España por la Gracia de Dios y sólo responsable ante
Dios y ante la historia. O sea, que no cabe duda. El sucesor del heredero sigue
la senda.
¿Qué más modernidad se puede
pedir si se casa con una agnóstica, republicana de origen, partidaria del aborto
y con la necesaria experiencia y contraste?
¿Cómo conservar o mantener en su
sucesor la unción divina? Pues para eso están los medios que retratan, relatan
y cuentan las acciones extraordinarias que en su vida cotidiana realizan los
reyes. Es ahí donde se construye el “imaginario monárquico”. A la gente le
basta con descubrir que el monarca o su prole habitan en palacios estimables,
que festejan convenientemente, que van de aquí para allá. La propiedad de la
dinastía se refleja en la brillantez del papel cuché que es signo conclusivo
del favor divino.
Y luego están los panegiristas
que examinan, valoran, cuentan y destacan “grandes cambios en el protocolo de
la Casa Real”, poniendo el acento en cuestiones propiamente irrelevantes con
respecto lo substancial de esta institución, es decir, que sigue existiendo al
margen de la voluntad de los ciudadanos, teóricamente dueños residentes de la
soberanía nacional.
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