viernes, 19 de septiembre de 2014

Los escándalos de la Familia Real obligaron a PP y PSOE a retrasar la “Ley de la Corona” o “Estatuto Real”


La necesidad de dotar o no de un Estatuto al entonces Príncipe de Asturias, y por elevación, de aprobar un Estatuto o Ley de la Familia Real es un viejo asunto que los sucesivos de la democracia nunca se atrevieron a acometer. Pero los sucesivos escándalos, tanto del monarca cesante como de su entorno familiar, aconsejaron no abordar este asunto en un clima desfavorable, en el que el PP y el PSOE mantenían posiciones cercanas. Así que se optó por ir colando pequeñas reformas, como el aforamiento de la reina o la consorte del Príncipe de Asturias. De haber sido más diligentes, otro podría ser el panorama de la infanta Cristina, en cuanto al proceso a que quiere someterla el juez Castro, y el Gobierno, con sus medios, hacer “cuestión de Estado” el impedirlo.

La abdicación de Juan Carlos I cambió por completo el tablero, y, como vemos, con urgente precipitación, se trata de blindarlo ante posibles responsabilidades tantos penales como civiles, lo que, por lo que respecta especialmente a esto último parece sencillamente un desafuero. Si cualquier español tiene un accidente de tráfico con Juan Carlos conductor, no podría, por lo que se pretende, mantener un pleito civil contra él si fuera responsable del accidente.

Felipe de Borbón no disfrutaba de ningún fuero especial y no parecía tener otra función que representar a su padre en determinados actos, acudir a donde el gobierno le indicara o recorrer España tratando de crearse una imagen que le ayudara a consolidar en su día la Corona de la que era heredero. Los constitucionalistas de solvencia democrática consideraron disparatado dotar a Felipe de los mismos privilegios que a su padre, pero por esas paradojas de la historia, lo que el Gobierno pretende es que el padre conserve parte del blindaje que traspasó al hijo.

Hasta ahí aún podría entenderse, pero la cosa va más allá y se extiende a la familia.

Cabe recordar que está pendiente de desarrollar un “Estatuto de la Familia Real” o “Ley de la Corona”. De estar ahora vigentes ¿habrían impedido la imputación de la Infanta Cristina o, al menos, otorgarle determinados privilegios procesales, como el declarar escrito o incluso no hacerlo? ¿A saber?

En todo este asunto, no puede extrañar la postura del PSOE, partido resueltamente dinástico, que ya en la reforma del Código Penal de 1995 reforzó la protección penal del Rey y su familia, incluyendo entre los sujetos de protección especial a sus antepasados o sucesores (sin decir hasta dónde), lo que a juicio de los historiadores es “puro dadaísmo”

Dolores de Cospedal, secretaria general del PP, al referirse al posible Estatuto de la Familia Real, dijo:

 El asunto debe tratase con mucha tranquilidad y prudencia para buscar un acuerdo entre todos los partidos porque merece una reflexión pausada y no al socaire de una u otra noticia: el Gobierno tiene la obligación de llevar con prudencia, con sensatez y con discreción todo lo que atañe a la regulación de la Corona o del sucesor de la Corona”.

Pero el PSOE fue mucho más claro y directo que el PP a la hora de proteger a al Rey y su entorno. Para Elena Valenciano, sólo era preciso “elegir el momento adecuado para modernizar la monarquía”. Pero ese momento no parece llegar.

Pero quedan muchas cuestiones que regular. Zapatero, durante su mandato, dejó claro que el PSOE no consideraba “prioritario”  regular el acceso de los miembros de dicha familia a las empresas privadas, sus relaciones con entidades financieras y la propia transparencia y control parlamentario, como ocurre en otras monarquías, de los gastos de Palacio. Los gastos reales, no las cuentas parciales que se presentan aquí, sin incluir esenciales partidas del costo de la monarquía de otros Ministerios.

Pero este controvertido asunto no está muerto, sino hibernado, a la espera del momento adecuado para abordarlo: Desde hace tiempo, el PP y el PSOE estuvieron de acuerdo en redactar un texto que debe regular capítulos referidos al estatuto jurídico, funciones y fuero de la familia real, y, entre otras cosas, aclarar quiénes la componen. En diciembre de 2011 se incluía a los Reyes, a los príncipes de Asturias y a sus hijas, Leonor y Sofía. Apenas veinticuatro horas más tarde, un comunicado de la Casa del Rey se desdecía de todo lo anterior e incluía a las Infantas y sus hijos así como a Iñaki Urdangarín.

A este asunto se la han dado muchas vueltas que a veces se pierde la perspectiva, sobre todo en cuestiones de protocolo, sobre quién es la familia real y donde empieza o termina la familia del Rey. ¿Nos quedamos con Felipe, Letiziz, las infantas y los reyes cesantes…?

Juan Carlos I negó a su padre en vida el tratamiento de “Rey” que él mismo conserva, pese a que don Juan lo deseaba


El conde de Barcelona reclamaba un estatuto como jefe de la Casa de Borbón y culpó a Suárez de negarle los honores que muerto le otorgan como Juan III
 
Una de tantas paradojas como presenta la historia de la Monarquía en España ha pasado desapercibida para muchos, salvo casos contados, como algunos biógrafos de personajes de la familia real o su entorno. Al asunto se alude de pasada en una de las biografías del Conde de Latores, Sabino Fernández Campo, que fue durante muchos años, primero secretario y más tarde jefe de la Casa Real. En ese sentido, se sabe que don Juan pretendía, al renunciar a sus derechos históricos en la persona de su hijo, el heredero del general Franco como sucesor a título de rey, que se le otorgara un determinado Estatuto, que supondría no sólo seguir reconociéndolo como jefe de la familia, sino recibir honores y tratamiento de “Rey”. Pero tuvo que conformarse con el título que ya ostentaba y la jefatura o gran maestre de las cuatro grandes  órdenes militares.

Se aventura que otros relevantes personajes como el profesor Antonio Fontán, consejero de don Juan, lo sabían por su proximidad al frustrado pretendiente al trono de España. No fue el único desaire o decepción sufridos por el padre del ex Rey, quien ahora ostenta los honores y tratamiento que negó a su padre, si bien éste culpó siempre a Adolfo Suárez y se mostró contrariado cuando se le hizo duque.

Otro de los que estaba en estos secretos era el ex ministro de Franco y consejero de don Juan Pedro Sainz Rodríguez, quien, antes de fallecer ambo, sostuvo siete largas conversaciones con el conde de Barcelona, plasmadas en el libro “Un reinado en la sombra”. Además de la bofetada que supuso para el padre de Juan Carlos I que éste nombrara “Príncipe de Asturias” a su hijo menor Felipe, cuando el depositario de los derechos históricos de la dinastía no había renunciado a ellos, el padre del Rey recibió otros dos agravios.

Primero, no logró que el retorno de los restos de Alfonso XIII, pese a su aparatosidad, se llevara a cabo a su gusto. Además de devolverlo a España en un buque de guerra por Cartagena, de donde partiera al exilio, pretendía que los restos del monarca fueran expuestos en el Palacio Real para que recibiera el homenaje de los Grandes de España, la nobleza, las autoridades de la nación y el pueblo, antes de ser conducido a El Escorial. No se hizo así, sino que el traslado por etapas fue una sucesión de homenajes de los tres ejércitos.

El Gobierno de la época era consciente de que excederse en los honores a un rey perjuro, que había sido declarado “traidor” y privado de la paz civil por las Cortes de la República, además de gestor de la ayuda de Mussolini a Franco podría reabrir viejas heridas y provocar rechazo y controversia.

Pero el golpe definitivo fue el modo en que tuvo que trasmitir los derechos históricos a Juan Carlos I. Amargamente se quejó a Sainz Rodríguez de que pretendían que lo hiciera por carta, y menos mal que se armó un acto casi familiar en la residencia de su hijo en la Zarzuela el 14 de mayo de 1977. Don Juan querría que la ceremonia se celebra en el Palacio Real, ante el Gobierno y los estamentos de la nación, representaciones de la nobleza incluidas.

Ahora, el Real Decreto 470/2014, de 13 de junio, por el que se modifica el Real Decreto 1368/1987, de 6 de noviembre, sobre régimen de títulos, tratamientos y honores de la Familia Real y de los Regentes, estable que Juan Carlos de Borbón continuará vitaliciamente en el uso con carácter honorífico del título de Rey, con tratamiento de Majestad y honores análogos a los establecidos para el Heredero de la Corona, Príncipe o Princesa de Asturias. Sofía de Grecia recibirá equivalente tratamiento como reina.

Pero lo más curioso es lo de don Juan. Ahora resulta que fue Juan III. Lo cual no deja de ser particularmente insólito al ser un rey que nunca existió. Pero el numeral III ya lo lleva un rey carlista, y en vida del conde de Barcelona fue aceptado como rey por una parte de la Comunión Tradicionalista, entendiendo que en su persona convergían las dos vías y se clausuraba el pleito dinástico que proporcionó a los españoles tres guerras civiles. Todo ello hace todavía más curiosa esta interminable historia de reyes duplicados.

Desde el día en que fue allí depositado, el ataúd con los restos del Conde de Barcelona aguarda en el llamado “Pudridero” (la cámara donde se espera que los restos de los reyes y sus consortes se degraden para ser conducidos a los cofres del panteón de El Escorial) a que el cadáver permita encerrarlo en el lugar que tiene destinado en el Panteón de Reyes. Los monjes agustinos de la comunidad revisan de vez en cuando cómo va el proceso. En una de las últimas comprobaciones se advirtió que el cadáver apenas había experimentado cambios, debido al excelente estado de embalsamamiento. Por ello fue preciso abrir unos agujeros en el ataúd y rodearlo de un producto químico para ayudar a la naturaleza. Es como si el ahora llamado “Juan III” se resistiera a desaparecer de la historia, para ser definitivamente encerrado en uno de los dos cofres vacíos (los dos últimos que quedan libres) en el panteón real, justo encima de la puerta de entrada.

No fue considerado ni tratado como rey en vida, lo es después de muerto. Su hijo ha tenido mejor suerte: fue elegido como heredero por el fundador de una nueva monarquía, quien dejó claro que la que él instauraba “no debe nada al pasado” (Franco dixit), y ahora al abdicar en su heredero conserva el título que le otorgó la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado del Caudillo Francisco Franco Bahamonde.

El Rey no jura para ser, sino “por ser Rey”. La proclamación es, para destacados constitucionalistas, un acto formal de presentación a la nación


La primera descripción de una coronación real aparece en la “Historia Compostelana” (año 1110), donde se describe

…..Que el niño Alfonso VII fue recibido con gran pompa en la iglesia de Compostela por el obispo Gelmírez, con ornamentos pontificales, y que éste lo guió en solemne procesión hasta el altar donde están los restos del Apóstol, y allí lo ungió, le entrego el sceptrum, lo coronó con el aureo diademate y le hizo sentar en el trono pontifical….

 
Sostiene el profesor Torres del Moral que el acto de juramento y proclamación del rey, aparte de su aspecto ceremonial y protocolario, cumple  una función de “imagen institucional”, de “visibilidad”, al presentar ante el pueblo, ante los ciudadanos al nuevo jefe de Estado, La forma más plástica era, sin duda, la costumbre germánica de alzar al Rey sobre un escudo. Los monarcas visigodos se dotaban de un especial ajuar simbólico (cetro, capa de púrpura, trono, espada, corona). El padre de la Constitución Gregorio Peces-Barba asignaba un enorme valor jurídico y simbólico al artículo 61 de la misma, en cuanto al acto de Juramento del Rey.

Para él no era un acto puramente formal y retórico, “sino que supone el sometimiento del Rey (61-1) y del Príncipe heredero (61-2) a la Constitución. Es una manifestación específica del principio general del artículo 9-1 que establece la sujeción de los poderes públicos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico. El Rey es el primero de los ciudadanos”.

Frente al valor que Peces-Barba asignaba al acto mismo, otros ilustres especialistas discrepan. Torres de Moral, prestigioso catedrático de Derecho Constitucional afirma;

Interpretado en este sentido el acto de juramento y proclamación, le es negable todo efecto jurídico constitutivo. El Rey lo es por automática aplicación de las normas que regulan la sucesión y desde el momento mismo en que se cumple el hecho que la pone en marcha. No hay ni puede haber en la monarquía ruptura de la continuidad.

El Rey lo es cuando asume esa condición en el momento en que es efectiva la abdicación o fallecimiento del anterior. Y sigue:

Por consiguiente, parece acertado el silencio de nuestra Constitución acerca de tal supuesto, lo que permitirá buscarle una prudente solución política sin abrir una brecha en la Jefatura del Estado y sin tener que plantear problemas tan espinosos como el valor jurídico de los actos del Rey no proclamado. En nuestro Ordenamiento, pues, el rito del juramento y de la proclamación no es sino una reliquia histórica carente de valor jurídico propio, que no añade más que solemnidad a la sucesión automática en la Corona. Se lo habría podido suprimir del texto constitucional, pero su inclusión, como otras fórmulas relativas al Rey, al ser interpretadas sistemáticamente, cobran un sentido distinto del que se desprende de su dicción literal.

Torres del Moral insiste en que la Constitución vigente, en su artículo 61, dispone que el Rey sea proclamado ante las Cortes y preste juramento de desempeñar fielmente sus funciones, de guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes y de respetar los derechos de los ciudadanos y de las Comunidades Autónomas. No regula el procedimiento de tales actos, salvo que tendrán lugar ante las Cortes en sesión conjunta.

Y en este sentido advierte una determinante precisión: “Como la proclamación se hace ante las Cortes, no por las Cortes, no habrá lugar a votaciones ni acuerdos, incompatibles con la naturaleza de la monarquía hereditaria.”

Apunta Salazar que la iconografía regia transmite una determinada imagen del monarca, que aparece siempre coronado y rodeado de sus símbolos característicos, pese a que son escasas las noticias sobre la solemnidad que pudiera revestir el acto de entronización y unción en el pasado, donde la Iglesia actuaba de legitimadora del acto de unción real, con un carácter netamente religioso. Pero, en todo caso, es interesante volver a la idea de que la sucesión es automática y no condicionada, sino la ortodoxia de la monarquía. Recuerda Salazar al respecto:

cuando, meses después de la muerte de Alfonso XII, nazca su hijo el nuevo Rey, la notificación oficial se dará de la siguiente manera: “El Rey de España ha nacido ayer con toda felicidad. Tanto Su Majestad el Rey como su Augusta madre se hallan en el estado más satisfactorio de salud.” Vemos por tanto que cuando Alfonso XIII jura la Constitución años más tarde, no sube al trono, como repiten algunos ignorantes, sino que toma posesión de él.

Juan Carlos I que juró en 1969 como sucesor a título de Rey, el respeto a las Leyes Fundamentales de aquel régimen, fue proclamado en las Cortes el 22 de noviembre de 1975. La fórmula utilizada, por presidente de las Cortes Españolas, Alejandro Rodríguez de Valcárcel, fue:

En nombre de las Cortes Españolas y del Consejo del Reino, manifestamos a la nación española que queda proclamado Rey de España Don Juan Carlos de Borbón y Borbón, que reinará con el nombre de Juan Carlos I.

Luego se celebró una ceremonia religiosa en el templo de San Jerónimo el Real, a la que se llamó misa del Espíritu Santo en vez del clásico Te Deum. Pero el rey dimisionario nunca juró la Constitución, simplemente la proclamó.

Admitiendo que el Rey lo era desde el momento mismo que fallece o cede la corona su predecesor, y que el juramento es, como dice Torres del Moral, una “reliquia histórica”, el abdicado monarca de España presenta una situación peculiar. Franco no era Rey, aunque actuara como tal, de ahí que tienen razón, a nuestro entender, el marcar la diferencia entre lo legal y lo legítimo. Era el sucesor de Franco, por voluntad de éste, pero, aunque no tuviera gran valor práctico, pero sí simbólico, no sería rey legítimo (desde el punto de vista de la monarquía), hasta que su padre le transfiriese los derechos históricos, cuestión esta discutible, pues le trasmitió los derechos de una institución que había desaparecido el 14 de abril de 1931 y que nunca fue restaurada, ni siquiera por Franco, que estableció una monarquía nueva “que nada debe al pasado”.

Y de ahí viene todo.

El reinado de Felipe VI comenzó con un grave atentado a las libertades de los ciudadanos que juró respetar. Y mientras, Rajoy incrustó indebidamente a su mujer en un acto institucional entre las autoridades del Estado.

Estoy seguro de que él no tiene la culpa. Pero el reinado de Felipe VI ha comenzado con un grave e innecesario atentado contra las libertades que ha jurado respetar. Y al mismo tiempo, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, se saltaba a la torera la norma jurídica que regula la presencia de las autoridades en los actos de Estado, al colocar a su señora (que oficialmente no es nada: no existe en España más primera dama que la Reina) entre él mismo y el presidente del Congreso en un acto oficial, no social.

La actuación policial contra todas aquellas personas que exhibían símbolos republicanos, la amenaza de tomar nota de los edificios en que apareciera alguna enseña, y la contundencia represiva ha sido una absurda e innecesaria medida, cuyo efecto es el contrario del perseguido.

El artículo 20 de la Constitución española reconoce y protege el derecho a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción. El ejercicio de estos derechos no puede restringirse mediante ningún tipo de censura previa. Y el artículo 16  garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley.

¿Por qué se criminalizaron a priori las manifestaciones republicanas? Nada que objetar si se tomaban medidas contra actos hostiles manifiestos o violentos. Pero unas cuantas banderas y unos cuantos gritos en la calle no iban a asustar a Felipe, sino recordarle que hay españoles que no aceptan la institución que representa. Y por reprimirlos no van a dejar de existir.

El artículo 21 de la Constitución  reconoce el derecho de reunión pacífica y sin armas. El ejercicio de este derecho no necesitará autorización previa. Parece bastante claro que los españoles reprimidos o censurados sufrieron el quebranto de sus derechos constitucionales de manera harto grave. 

El espectacular despliegue policial era más que suficiente resguardo para prevenir y atajar cualquier acto que más allá de la mera manifestación sonora o plástica pretendiera perturbar el orden público. Pero la represión preventiva ha sido particularmente odiosa e innecesaria.

Pero casi fue peor la ridícula metedura de pata de Rajoy, que está obligado a cumplir el Real Decreto de Precedencias del Estado, ahora modificado para la recolocación de los reyes salientes. Rajoy y el jefe de Protocolo del Gobierno saben que, tras los reyes y los miembros de la familia real, va él mismo, seguido del presidente del Congreso de los Diputados.  ¿Cómo intercala a su esposa relegando al titular del Parlamento, como si esta señora fuera un cargo público en un momento especialmente solemne para el Estado? Una chapuza y un desastre. Para llevar a la esposa, ya están los actos sociales, como la recepción posterior a la proclamación.

Pero de estos episodios hay antecedentes, como cuando la ahora alcaldesa de Madrid, siendo Aznar presidente del Gobierno, acompañó a este a un viaje oficial a Cuba, en el que participaban los Reyes. La mujer Aznar se otorgó estatuto de segunda dama y hasta hubo que hacerle una agenda oficial de visitas paralela a la de la discreta reina. Por lo visto a las señoras del PP les gusta figurar, hasta cuando no deben.

Hubo otros fallos, que se comprenden, como cuando Letizia se quedó sentada en el coche que los conducía al Palacio de Oriente, mientras sonaba la Marcha Real y el nuevo monarca saludaba.



Pero todo eso ya es historia.


Los Borbones serían parientes directos de Dios y podrían reclamar su derecho a reinar como tales. Según algunos genealogistas franceses, pertenecen a la estirpe de David; es decir, la de Jesucristo

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Dos principios políticos formales se contraponen entre monarquía y democracia: la representación y la identidad. Se vincula monarquía a unidad política, pero su fundamentación es la religiosa. El monarca “es de Dios” o “por la gracia de Dios”. Carl Schmitt (Teoría de la Constitución. Madrid, Alianza Editorial, 1992, págs. 274 y ss.)  advierte del carácter negativo y polémico del tradicional aserto, desde el punto de vista de las ideas modernas, en el sentido de que el Poder viene de Dios. De Dios directamente, ni de la Iglesia, ni del Papa, ni mucho menos del pueblo. En algunos tiempos, ese carácter del origen divino del Rey se traducía en atribuirle un don sobrenatural, en el sentido de que podía hacer milagros, incluso curar imponiendo las manos.

El Rey es el padre, como ya hemos visto. “El padre de la nación” se le llama a veces, o, como ocurre en el caso de España, “el primer soldado”, “el primer ciudadano”, “el primer magistrado”, etc. Aparte del sentido divino o patriarcal, otras monarquías tienen un fundamento patrimonial, que hacen que el rey sea al más rico. El de España no está precisamente en la lista de los pobres, sino todo lo contrario.

En la incansable búsqueda de elementos que conecten directamente a las monarquías –todas las monarquías- con Dios, algunos autores han mostrado gran tenacidad, hasta el punto de concluir que todos los grandes reyes de Europa, y entre ellos se destaca a los descendientes de Hugo Capeto, -es decir, entre otros los Borbones-, pertenecen a la Dinastía del Rey David, lo que los entronca directamente con el mismísimo Hijo de Dios, Jesucristo.

En el número 275 de la desaparecida revista “Historia16”, Juan Tomás de Salas (El mayor secreto de la Historia en “Historia16”, año XXIII, número 275, pág.3), su editor, escribía “El mayor secreto de la Historia”:

Nuestro colaborador Joaquín Javaloys, tras un concienzudo y pacientísimo trabajo, está en condiciones de afirmar que las grandes monarquías del Occidente de Europa pertenecen todas a la Casa de David o, al menos, tienen sangre davídica en sus venas o en sus ancestros. Son lejanísimos descendientes del gran rey de los judíos y, aunque uno pueda dudar con razón de la veracidad somática de estas larguísimas genealogías, eso no impide afirmar que oficialmente, socialmente, los grandes reyes europeos descienden del Rey David.

O sea, casi nada. Ciertamente, no es para menos descubrir que Juan Carlos I está emparentado con el mismo hijo de Dios. Eso sostiene Javaloys, quien afirma que en la Francia medieval existió una singular familia procedente del rey David de Israel que, por enlaces matrimoniales, hizo que los cristianísimos reyes de Europa occidental fuesen también descendientes de David. En apoyo de su tesis, Javaloys se remite a otros dos autores: Arthur J. Zuckerman y Peter Berling. Según este último, “por sangre real se ha de entender la que corresponde a los descendientes del rey David de Israel, que se refugiaron en el sur de Francia y allí formaron la célula germinal de la nobleza europea”.

Y como  los Borbones de Francia fueron privados del poder real,  inicialmente en la Revolución francesa y, definitivamente, al consolidarse el régimen político republicano –explica Javaloys- en los reyes Borbones de España converge la sucesión biológica directa de esas dinastías, por lo que, al ser los sucesores de la real casa de David, tienen en origen legitimidad para gobernar por derecho divino, al menos para los que siguen aceptando este principio legitimador que tuvo vigencia antiguamente, pero que hoy está en desuso. Gracias a Dios.
Y en cuento a la genealogía, la actual estirpe reinante en España está entreverada por otros aportes biológicos distintos de los apellidos que ostentan De modo que algunos cruces intermedios parecen haberse colado en la estirpe del Rey David. Menos mal que Isabel II permitió que en ella obrase la sangre plebeya (entre otros actores) de Agustín de Puigmoltó, capitán del Arma del Trabajo, los Ingenieros, padre biológico de Alfonso XII, y eslabón esencial de la estirpe, según pruebas aportada por la mismísima soberana.

Las teorías racionalistas transformaron aquel rey de origen divino en el primer magistrado de la nación. Aunque el rey sigue conservando elementos esenciales de su origen y carácter: Es inimputable, trasmite su legitimidad a su sucesor, es el padre de la nación. Pero para encajar todo eso de modo racional hubo que buscarle una justificación: Y ahora se nos dice que tal institución en una forma de gobierno por encima de las contingencias de los partidos políticos, en la que sobresale la idea de su utilidad. Es curioso que éste sea en el siglo XXI el principal argumento de quienes defienden la pervivencia de la Monarquía en España. Y que sea el PSOE uno de los mayores y más convencidos postulantes de esta idea.

El Rey deviene en un poder moderador, arropado por la seguridad política que lo envuelve. Hasta llegar al moderno concepto de Monarquía Parlamentaria, donde el Rey va a perder su poder (“potestas”), pero va a conservar la autoridad. “El Rey reina, pero no gobierna”. Pero la monarquía conserva, empero, un carácter representativo o simbólico frente al nuevo soberano que es el pueblo. Pero el pueblo puede prescindir de esa representación que es el Rey, porque se representa a sí mismo y por tanto, puede instituirse en República. Que es lo que tantos millones de españoles pretenden.

El término “pueblo” significa necesariamente la totalidad de los integrantes de la comunidad política, no cabe otra alternativa. Y lo que se pide es dejar al pueblo que hable por sí mismo, sobre todo en los momentos cruciales como éste.

 

 

 

 

Mitos de la historia de España: Las tres culturas coexistían, pero…¿convivían?


La influencia de la invasión musulmana de España y la posterior expulsión han dado pie a infinidad de relatos y ensayos históricos. Hoy en día, las tesis islamófilas y arabizantes provocan una especie de “revisión de la historia” hasta el punto de que la Reconquista es interpretada como un episodio más bien sombrío que al homogeneizar los reinos españoles los privó de la riqueza que aportaban las otras culturas establecidas en el territorio. Desde otro punto de vista se subraya que las tres culturas del libro coexistían, pero no convivían en el sentido que hoy le daríamos a la expresión. Por lo tanto, la controversia entre Sánchez Albornoz (España se forja frente al Islam, y con los judíos, “cuentas saldadas”) y Américo Castro (musulmanes y judíos son esenciales en la construcción de España) parece seguir vigente y emerge de cuando en cuando con episodios como la reivindicación de la Mezquita de Córdoba.

Se ha generado una utópica reconstrucción de un Al Ándalus mítico, pleno de tolerancia y foco irradiante de una cultura superior a la de nuestros días,  animada por escritores como Juan Goytislo, quien al tiempo fustiga el propio mito de Santiago y todo ello porque la historia de España está en parte marcada por un espíritu religioso notable. Santiago de Compostela es el marco de la esperanza de los cristianos que sufren las razzias de los sarracenos, es la “Contra Meca”. Pero es ciertamente un mito como las leyendas artúricas o las sagas escandinavas, que antropológicamente, se consideran elementos esenciales del alma nacional de los países donde surgen.

En cuanto a la mítica convivencia de las tres culturas, Julio Valdeón, escribe: Más que convivencia, habría que decir coexistencia. Alfonso X el Sabio (1221-1284) tuvo mucha relación con judíos y musulmanes en la Escuela de Traductores de Toledo. Sin embargo, en su obra Las Partidas se lee: «Los judíos están como testimonio de que a Cristo y con la esperanza de que algún día se conviertan». Decir «os admitimos porque os daréis cuenta de vuestro error» no es tolerancia. Pero probablemente coexistieron más que en otros países de Europa. Cuando los cristianos llegaron a Toledo, Alfonso VI (1040-1109) firmó el decreto llamado Carta inter cristianos et judios, que establece que hay que tratar igual a unos que a otros.

Nadie puede poner en duda en nuestros días, que por una u otra parte, la coexistencia de las tres religiones en España estuvo marcada por la presión del grupo en cada ámbito dominante sobre los minoritarios. Pero con el Corán en la mano es insostenible, en lo que a esto respecta, lo que hoy en día pretende presentarse como modelo de convivencia. No lo fue, lamentablemente. Cristianos y judíos son para el Corán “gentes del libro”. Cierto. Pero su nombre apropiado es “dimmies”; es decir, al tiempo gente protegida (porque han recibido la revelación) y culpable porque no aceptan el islamismo.  Por lo tanto: o se someten,  o se les hace la guerra y destruye, o pagan un impuesto y son ciudadanos de segunda. El califa puede hacer la “yihad” contra ellos, porque se han resistido al Islam. Pueden vivir entre los musulmanes, pero sometidos a severas restricciones. Aquellos pueblos sometidos al Islam que no asuman su fe deben, en el mejor de los casos, pagar la “jizya”, el tributo especial para los no musulmanes. Hoy en día, en Arabia Saudita, que financia las mezquitas sembradas por Europa, enviar una simple felicitación de Navidad entre cristianos puede ser considerado un delito, al ser interpretado, conforme a la Sharía, como propaganda de una religión contraria al Islam.

Se recomienda la lectura del libro  "La sociedad multiétnica. Pluralismo, multiculturalismo y extranjeros", del que es autor el profesor Giovanni Sartori. La pregunta que formula el doctor Sartori es si la sociedad occidental puede ser tolerante con los intolerantes; o dicho de otro modo, si ha de defender y preservar su propio sistema de valores frente a quienes, en nombre del llamado "multiculturalismo" (que él considera cosa diferente del pluralismo), pueden ponerla en peligro.

El debate sobre esta cuestión rebasa ampliamente el marco del propio Reino de España y se adentra en las raíces mismas de Europa. Nadie discute que la Cultura Greco-Latina, la Tradición Judeo-Cristiana y la Revolución Francesa son los tres elementos esenciales sobre los que se construye la identidad europea, que en el caso de España se completa, sin duda, con el aporte de la cultura hispanoárabe. Pero cada cosa tiene su propia dimensión.

No se pueden negar las aportaciones del mundo árabe a la cultura de Europa, sobre todo durante la Edad Media, cuando el desnivel entre Europa y el mundo árabe ilustrado fue patente. Europa estaba sumida en los restos empobrecidos de una tardía latinidad mientras el Islam y el Judaísmo recuperaban lo mejor del legado griego, lo asimilaban y lo perfeccionaban. ¿Cómo negar que los sabios árabes y judíos, ayudaron a que Europa como recuperara gran parte del legado clásico? Los sabios hispanomusulmanes cumplieron una importante misión como industriosos intermediarios de la cultura y transmitieron a la Europa medieval la olvidada sabiduría del mundo antiguo, abriendo la posibilidad del Renacimiento.

Pero estos sabios musulmanes no tienen nada que ver con los modernos integristas de ahora. Lo que unos aportaron de bueno en su tiempo, no debe hacernos perder el sentido crítico frente a una realidad, en sí misma amenazante. Sartori advierte de lo que puede ocurrir a medio plazo en Occidente si determinados grupos se instalan, pero no se integran, dentro de la sociedad pluralista y su sistema de valores, ya que aspiran a vivir dentro de ella. Lo menos que puede pedírseles, si quieren ser ciudadanos, es que acepten las obligaciones de tal ciudadanía.

Resulta especialmente esclarecedora sobre este conflicto, la figura de una intelectual y política musulmana, la parlamentaria holandesa de origen somalí Ayaan Iris Alí, autora del impresionante libro “Yo acuso. Defensa de la emancipación de las mujeres musulmanas”. Ayaan clama por una época ilustrada para el Islam y porque Occidente contribuya a la generación del Voltaire del mundo musulmán. Por esa misma razón, se opone a toda política de integración de los inmigrantes basada en los principios del multiculturalismo, que a su juicio permite la permanencia de normas culturales y religiosas que frenan el proceso de emancipación de los musulmanes, que deben ser, con su fe propia, ciudadanos como los demás a todos los efectos, sometidos a las mismas reglas y deberes. Y especialmente en el trato y consideración de la mujer.